El viaje épico del Maratón de Berlín 2010
La mañana tenía algo especial. Una brisa ligera acariciaba mi rostro, el cielo estaba despejado, y la ciudad, con su aire solemne, parecía lista para presenciar miles de historias que se escribirían ese día. Frente a mí, la imponente Puerta de Brandeburgo. No era solo un arco de piedra; era un símbolo de victorias pasadas, de desafíos superados. Mirarla era como mirar el final antes de empezar. Era el portal hacia algo grande.
Entonces sonó la música. “This is the Moment”, interpretada en vivo por Anthony Warlow, llenó el aire. No era solo una canción, era una declaración. Cada nota parecía resonar en mi pecho, cada palabra era un recordatorio: este era mi momento. El momento de demostrarme a mí mismo que todo el esfuerzo, los sacrificios y las horas interminables de entrenamiento valían la pena. ¡Escuchala!
El público enloquecía. Había banderas ondeando, gritos en múltiples idiomas y aplausos que se mezclaban con la música. Era imposible no sentir un escalofrío recorriéndome. Cerré los ojos un segundo, dejando que la voz poderosa de Warlow se filtrara en lo más profundo de mi mente. Pensé en todo lo que me había traído hasta aquí: los entrenamientos al amanecer, las lesiones, las dudas, pero también las victorias pequeñas que me habían enseñado a nunca rendirme.
Mi entrenador, Sergio Jiménez Cancino, estaba cerca. Lo vi a un lado de la línea de salida, sus ojos fijos en mí. Sabía lo que pensaba, lo había dicho muchas veces: “Hoy no corres con tus piernas, corres con tu corazón. Ese es el verdadero motor.”
El rugido del disparo de salida rompió el momento. Como un resorte, di las primeras zancadas. Ya no había vuelta atrás.
Kilómetro 0-2: Ligero y listo para conquistar
El primer tramo me llevó por la Straße des 17. Juni, una avenida amplia y recta rodeada por el verde del Tiergarten. Cada paso era ligero, perfecto. Sentía la
fuerza en mis piernas, la claridad en mi mente. El nerviosismo se disolvió en las primeras zancadas, transformándose en una energía que parecía infinita.
A lo lejos, la Columna de la Victoria (Siegessäule) brillaba bajo el sol, su ángel dorado extendiendo sus alas como un augurio de lo que estaba por venir. Al pasar junto a ella, no pude evitar sonreír. Era un símbolo de triunfo, y aunque faltaban 40 kilómetros para mi victoria, ya me sentía como un ganador.
Kilómetro 3-5: Ritmo firme, emoción constante
La música aún resonaba en mi mente, como un eco que se negaba a desaparecer. “This is the moment… my final test.” Cada palabra se grababa más profundamente en mi corazón con cada paso que daba.
Pasé frente a Bellevue, la residencia presidencial de Alemania. Allí, las calles estaban llenas de espectadores. Algunos agitaban banderas, otros aplaudían sin descanso. Weiter so! Du schaffst das! gritaban en alemán. No entendía casi nada, pero lo sentía. “¡Sigue adelante! ¡Tú puedes!” era un mensaje universal.
Mis piernas seguían fuertes, mi respiración era un compás perfecto. Sergio me había advertido: “No dejes que la emoción te controle. Corre con cabeza.” Me aferré a su consejo.
Kilómetro 6-8: Berlín te habla
Al entrar al corazón de Berlín, la energía de la ciudad me envolvía. Cada esquina tenía una historia. Cada edificio parecía susurrar algo al oído. Me encontré frente al Reichstag, ese edificio monumental que había visto tantas veces en fotos. Ahora estaba ahí, en mi camino, como un gigante silencioso que me desafiaba a seguir adelante.
Fue en este punto cuando empecé a sentir las primeras señales de esfuerzo. Nada grave, solo un recordatorio de que el verdadero reto apenas estaba comenzando.
Kilómetro 9-10: Empujado por la multitud
El Checkpoint Charlie apareció en el horizonte. Este lugar, que una vez dividió al mundo, ahora era un punto de encuentro para miles de corredores que venían
de todas partes. Me sentí pequeño pero poderoso. Formaba parte de algo mucho más grande que yo.
La multitud estaba más intensa aquí. Gritaban nombres, levantaban carteles y ofrecían agua y frutas. Una señora mayor extendió su mano para chocar la mía. No sé por qué, pero ese gesto simple me llenó de fuerza.
“Vamos, Guillermo. Esto es tuyo”, me dije.
Kilómetro 11-12: Primera punzada, primera batalla
A medida que el recorrido se adentraba por calles más estrechas, sentí la primera punzada en mi pierna izquierda. Era leve, casi imperceptible, pero estaba ahí. “Esto no es nada”, me dije. Sergio lo había mencionado en los entrenamientos: “Tu mente va a encontrar excusas para detenerte, pero no le hagas caso. Sigue adelante”.
Pasé frente a la Catedral de Berlín (Berliner Dom), una obra majestuosa que parecía estar ahí para recordarme lo pequeños que somos frente al tiempo. Por un momento, olvidé el dolor y me enfoqué en la cúpula verde que brillaba bajo el sol. La multitud aquí era increíble, como si su entusiasmo fuera capaz de mover montañas.
Kilómetro 13-14: El ritmo perfecto
En este tramo, todo parecía fluir. Mi cuerpo, aunque empezaba a mostrar signos de desgaste, respondía. Mi respiración era estable y mis pasos constantes. Era como si mi mente y mi cuerpo hubieran encontrado un acuerdo: “Avanza, sin preguntas”.
Las calles del Nikolaiviertel, el barrio más antiguo de Berlín, estaban llenas de historia. Las fachadas de piedra, los adoquines en algunos tramos, todo hablaba de siglos pasados, pero mi atención estaba en el presente. En este momento. Este era mi momento.
Kilómetro 15-16: La voz de mi entrenador
Justo antes del kilómetro 15, escuché una voz conocida. Sergio estaba allí, gritando desde el borde del camino: “¡Mantén ese ritmo! ¡Estás perfecto, Guillermo! ¡Esa es la actitud!”. Sus palabras atravesaron el ruido de la multitud
como un rayo. Lo busqué con la mirada y lo vi agitando los brazos, con esa intensidad que siempre tenía.
Esto no era solo mi carrera; era nuestra carrera. Él había estado conmigo en cada paso de mi preparación. En los días difíciles, cuando quería rendirme, él me recordaba que la verdadera fuerza no estaba en mis piernas, sino en mi corazón.
Kilómetro 17-18: El primer muro interno
El cansancio empezó a hacerse notar. Mis piernas, que al inicio se sentían ligeras como el viento, ahora comenzaban a pesar. El primer muro no siempre es físico; es mental. Mi mente susurraba: “Podrías bajar el ritmo, nadie te culparía”. Pero había una voz más fuerte: la voz de todos los sacrificios que había hecho para estar aquí.
Pasamos por la Isla de los Museos, rodeados de edificios magníficos como el Museo de Pérgamo. Aunque no podía detenerme a admirar los detalles, no pude evitar pensar en la grandeza de ese lugar. Esto me inspiró: si esos edificios habían soportado guerras y siglos de cambios, ¿cómo no iba a soportar yo unos cuantos kilómetros más?
Kilómetro 19-20: El medio maratón y un nuevo comienzo
El kilómetro 20 marcaba un punto crucial: estaba cerca de la mitad del camino. Mi reloj marcaba 1:21:50, justo dentro de mi objetivo. Pero sabía que lo más difícil estaba por venir. Aquí es donde muchos corredores empiezan a caer, pero yo estaba decidido a no ser uno de ellos.
Al acercarme a la zona del medio maratón, el rugido del público aumentó. La energía era contagiosa. Un niño pequeño, con una sonrisa enorme, me extendió la mano para un choque. Fue un recordatorio de que esta carrera era más que un reto personal; era una celebración de la vida, del esfuerzo, de la comunidad. Me tomé un gel de glucosa y un poco de agua en el avituallamiento. El sabor era dulce, pegajoso, pero necesario. Mi cuerpo necesitaba ese empuje. Miré al cielo, respiré profundo y me preparé para lo que venía. “Ahora empieza lo bueno”, pensé.
Kilómetro 21-22: El medio maratón, un cruce invisible
Cruzando el medio maratón frente a la majestuosa Catedral de Berlín (Berliner Dom), sentí que estaba alcanzando un hito importante. El reloj decía 1:21:50.
Estaba en el tiempo que me había propuesto, pero sabía que la segunda mitad
no era solo una repetición. Es donde realmente empieza el maratón.
Mi respiración seguía controlada, aunque las piernas comenzaban a sentir el trabajo. Tomé un sorbo de agua, dejé que el líquido bajara lentamente por mi garganta y me dije a mí mismo: “Esto no es nada, sigue adelante.” Las multitudes no dejaban de animar, y la energía que proyectaban era un alivio para mi mente. A pesar del cansancio, todavía tenía reservas.
Kilómetro 23-24: Duelos internos
En este tramo, la ciudad parecía abrirse a lo lejos. Pasé por calles más amplias, con menos curvas y más espacio para pensar. Y fue ahí donde los pensamientos comenzaron a mezclarse. Parte de mí quería disfrutar más del recorrido, pero otra parte empezaba a escuchar al cansancio, que decía: “¿Por qué estás haciendo esto? ¿Para qué tanto esfuerzo?”.
Fue entonces cuando recordé una frase de Sergio: “El dolor es momentáneo, la gloria es para siempre”. No podía permitirme escuchar la duda. Así que concentré mi mente en lo que tenía frente a mí: cada zancada era un paso hacia la meta.
Kilómetro 25: La fuerza del amor familiar
El kilómetro 25 llegó con una sorpresa: mi familia estaba ahí y algunos amigos gritaban con fuerza, levantando pancartas y agitando banderas. Sus rostros brillaban de emoción, y sus palabras rompieron cualquier rastro de cansancio que pudiera tener.
“¡Vamos, Guillermo! ¡Tú puedes!” En ese instante, las piernas dejaron de doler y sentí como si el corazón fuera el que me empujara. Ellos estaban conmigo, y yo no los iba a defraudar.
Tomé agua, y ajusté mi postura. Quedaba mucho camino por delante, pero con
ese impulso emocional, sabía que podía llegar más lejos.
Kilómetro 26-27: El muro se asoma
Mis piernas comenzaron a sentirse más pesadas. Cada paso era un recordatorio del esfuerzo acumulado. El Rathaus Schöneberg, famoso por ser el lugar donde John F. Kennedy declaró “Ich bin ein Berliner”, estaba justo en el camino. Su imponente fachada parecía decirme: “Resiste, la historia se construye con esfuerzo”.
El gel energético empezaba a surtir efecto, pero no lo suficiente como para ignorar los primeros síntomas del “muro”. No era solo físico, era mental. Mi mente empezaba a preguntarse si realmente podría mantener el ritmo hasta el final. “Cállate”, pensé. Esto no era negociable.
Kilómetro 28-29: Cada paso cuesta
Entré en una zona de calles menos conocidas, pero no menos significativas. El bullicio del público disminuía en algunos tramos, y el peso del silencio me hacía escuchar cada latido de mi corazón. Cada zancada parecía más lenta, como si una fuerza invisible intentara detenerme.
Los cuádriceps empezaron a quemar, y las plantas de mis pies pedían descanso. Sin embargo, mi mente regresó a las palabras de Sergio: “Aquí es donde la mayoría se rinde. Tú no eres la mayoría.”
Kilómetro 30: La barrera invisible
El kilómetro 30 es un momento clave en cualquier maratón. Aquí es donde la carrera realmente comienza. Mientras corría, sentí como si el aire se hiciera más denso. No era solo físico, era emocional. Mi cuerpo gritaba que parara, pero mi mente sabía que cada paso me acercaba más a la Puerta de Brandeburgo.
Los gritos del público volvieron a resonar. “¡Vamos, tú puedes!” decía una voz desde la multitud. Esa frase, simple pero poderosa, me sacó de la espiral de pensamientos negativos. Alguien me ofreció un pedazo de plátano. Lo tomé como si fuera un tesoro.
El kilómetro 30 no es el final, pero para mí fue un renacimiento. “No importa cuánto duela, no voy a detenerme”, me repetí.
La recta hacia la meta seguía adelante. Todo en mi interior sabía que este era el
momento de demostrar de qué estaba hecho. Lo peor estaba por venir, pero también lo mejor.
Kilómetro 31-32: La barrera mental
Aquí apareció la famosa pared. No era solo el cansancio físico; era la mente intentando detenerme. Cada paso era una lucha, cada zancada una discusión interna. Mi cuerpo gritaba que no podía más, pero mi corazón y mi voluntad sabían que no podía parar.
El rugido de la multitud seguía presente, aunque mi mente apenas lo registraba. Me concentré en el sonido de mis pasos, en la respiración que, aunque pesada, aún era controlable. Recordé algo que siempre decía Sergio: “El dolor es solo una sensación. Pasa si sigues adelante”. Así lo hice.
Kilómetro 33-34: El renacer del propósito
Pasando por la Kurfürstendamm, una de las avenidas más icónicas de Berlín, algo cambió. Mi cuerpo estaba al límite, pero mi mente decidió enfocarse en el propósito: no corría solo por mí, sino por mi familia, mi entrenador, y por todo lo que había sacrificado para llegar aquí.
El dolor no desapareció, pero dejó de importar. La avenida era una mezcla de gritos, aplausos y manos extendidas ofreciendo agua y geles. Alguien gritó mi nombre desde la multitud, no supe quién, pero ese simple gesto me llenó de energía. Berlín me estaba hablando, y yo no pensaba fallarle.
Kilómetro 35-36: El empuje inesperado
Este tramo fue crítico. Las piernas estaban pesadas, los cuádriceps quemaban y la falta de glucosa me golpeaba como una ola. Sin embargo, el Kaiser Wilhelm Memorial Church apareció en el horizonte. Esta iglesia, destruida durante la guerra y convertida en un monumento, era un recordatorio de que incluso lo que parece roto puede ser fuerte.
Algo dentro de mí despertó. Era como si el espíritu de Berlín me levantara. Pensé: “Si esta ciudad ha sobrevivido tanto, ¿por qué no voy a sobrevivir yo estos kilómetros?”. Ajusté mi postura, respiré profundamente y traté de recuperar algo de ritmo.
Kilómetro 37-38: La fuerza que viene de adentro
Cada paso dolía más. El cuerpo ya no respondía como al inicio. Pero aquí es donde descubrí algo que nunca había sentido antes: la fuerza que no viene de los músculos, sino de la mente y el corazón.
La multitud se volvía más densa y ruidosa. Niños extendían sus manos para
chocar con los corredores. Chocarlas me devolvía pequeñas dosis de energía. Me repetía una y otra vez: “Solo un paso más. Uno más. Avanza.”
Vi a algunos corredores detenerse. Otros caminaban, algunos con lágrimas en
los ojos. Pero yo no podía permitírmelo. Esto era mi momento. No iba a detenerme.
Kilómetro 39: La oscuridad antes de la luz
Este kilómetro fue brutal. Era como si el tiempo se hubiera ralentizado. Cada metro se sentía eterno. Mis piernas ya no parecían mías, eran bloques de cemento que tenía que arrastrar hacia adelante. Mi cuerpo me decía que parara, pero mi mente no se lo permitió.
La gente gritaba más fuerte: “¡No te rindas! ¡Tú puedes!” En ese instante, cada voz anónima se convirtió en un salvavidas. Alimenté mi mente con sus palabras, dejando que me empujaran hacia el siguiente paso.
Kilómetro 40: El horizonte de la victoria
Al llegar al kilómetro 40, todo cambió. En la distancia, la Puerta de Brandeburgo asomaba. Era un punto pequeño aún, pero lo suficiente para recordarme que la meta estaba cerca. El dolor seguía ahí, pero también una sensación de triunfo inminente.
La energía de la multitud alcanzó su punto máximo. El ruido era ensordecedor, un rugido colectivo que parecía levantarme del suelo. Pensé en mi familia, en Sergio, en todos los que creyeron en mí. No podía fallarles.
Este kilómetro no fue físico, fue completamente mental. Cada zancada era un grito silencioso de victoria. “Voy a terminar. No importa nada más.”
La meta estaba cerca, y lo único que quedaba era darlo todo. Lo mejor estaba por venir.
Kilómetro 41: El sprint hacia lo desconocido
La Puerta de Brandeburgo se alzaba imponente frente a mí, bañada por los rayos del sol y rodeada por el rugido ensordecedor de la multitud. Era todo lo que había visualizado durante los meses de entrenamiento: ese portal, esa promesa de victoria. Mis piernas, casi al límite, encontraron una última chispa de energía, y comencé a acelerar. El sprint final había comenzado.
Sentí como si volara, como si todo el dolor acumulado desapareciera por unos segundos. Cada paso era más rápido que el anterior, y con cada zancada la emoción se intensificaba. En mi mente, la meta estaba ahí, justo detrás de la Puerta. La atravesé con una mezcla de euforia y alivio… pero la meta no estaba ahí.
Los 800 metros más largos de mi vida
El impacto fue brutal. Un golpe inesperado de frustración me paralizó por un segundo. “¿Cómo que no es aquí?” Pensé que todo había terminado, pero al ver la línea de meta aún más adelante, una pequeña duda se coló en mi mente: “¿Podré llegar?”
Pero entonces, algo cambió. En ese momento, el cansancio físico y la lucha
mental se desvanecieron. Una fuerza nueva nació dentro de mí. No era algo que viniera de mis músculos o de mi mente, era algo más profundo, más puro. Yo como espíritu tomé el control.
Sentí un aire poderoso, como si el viento empujara mis hombros hacia adelante. La multitud, ahora más densa que nunca, gritaba como si cada persona estuviera corriendo conmigo. “¡Tú puedes! ¡No te detengas! ¡Estás tan cerca!” Sus voces resonaban dentro de mí, impulsándome a seguir avanzando.
La meta: más allá de los límites humanos
Los últimos 800 metros fueron una mezcla de dolor, determinación y entrega absoluta. Mis piernas quemaban, mis pulmones pedían descanso, pero yo como espíritu no permití detenerme. Esto ya no era físico, ni siquiera mental. Era puro corazón. Pura alma.
Cuando finalmente vi la línea de meta acercándose, el tiempo parecía
ralentizarse. Cada paso era un grito de victoria, un recordatorio de por qué estaba ahí. Pensé en todas las mañanas de entrenamiento, en los kilómetros recorridos, en las palabras de Sergio, en mi familia que me esperaba. Todo se unió en un momento de claridad absoluta.
Y entonces crucé la línea. 2:43:57.
El final: una victoria espiritual
Detuve el reloj y me derrumbé, no por debilidad, sino por la magnitud del logro. Había corrido más allá de mis límites. Había alcanzado algo que no solo era físico o mental, sino espiritual. Esa carrera no la terminé con mis piernas ni con mi mente, la terminé con mi alma.
El público seguía rugiendo, los gritos se mezclaban con el sonido de los pasos
de los demás corredores cruzando la meta. Levanté la mirada hacia el cielo y sonreí. Había conquistado Berlín. Había conquistado mi propia voluntad.
Pensé en los años de entrenamiento, en las derrotas, en los días donde parecía imposible. Y ahí estaba yo, de pie, habiendo logrado lo que muchos consideraban inalcanzable. No era solo un maratón, era una victoria personal que llevaría conmigo para siempre.
Berlín no era el final, era un nuevo comienzo. Un recordatorio de que, cuando
corremos con todo lo que somos, podemos cruzar cualquier meta.
Mi gran aprendizaje
Dentro de cada ser humano hay una chispa que va más allá de lo físico, más allá de lo mental. Es un fuego interno que no se apaga, incluso cuando las fuerzas parecen agotadas y el camino se vuelve oscuro. Ese poder espiritual es lo que nos impulsa cuando el cuerpo ya no puede, cuando la mente dice que es suficiente, pero el corazón grita que no es el final. Esa chispa está conectada con nuestros propósitos más profundos, con los sueños que nos dan vida y sentido. Es un recordatorio de que estamos aquí para algo más grande, para dejar una huella, para inspirar y demostrar que no hay límites cuando vivimos con pasión y determinación.
Nuestros propósitos y metas son el motor que enciende esa fuerza interna. En mi caso, el sueño de dejar el nombre de México muy en alto es lo que me impulsa cada día a seguir trabajando, entrenando y creciendo tanto como deportista como empresario. He aprendido que las grandes victorias no se consiguen solo con esfuerzo físico o con estrategias mentales. Se alcanzan cuando conectamos con esa energía que nos hace invencibles, con el compromiso de no rendirnos, de levantarnos tras cada caída y de dar cada paso con el orgullo de representar algo más grande que nosotros mismos.
No puedo cerrar esta reflexión sin agradecer a las personas que han creído en mí y me han apoyado incondicionalmente. A mi entrenador, Sergio Jiménez, por su guía, su fe en mi potencial y por enseñarme que el verdadero poder está en el corazón. A mi familia, por ser mi mayor inspiración, por estar ahí en cada kilómetro, en cada triunfo y en cada tropiezo. Gracias por su amor, su confianza y su fuerza, que me han llevado a lugares que nunca imaginé. Este camino no lo he recorrido solo, y cada paso que doy es también gracias a ustedes.
Seguiremos adelante, juntos, hacia metas más grandes.
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