Luego de su inesperado triunfo en la elección presidencial estadounidense de 2016, Donald Trump atendió a la prensa. Bueno, no a toda la prensa. “No, tú no. No voy a responderte ninguna pregunta”, espetó el magnate. “¿Por qué no, señor presidente electo?”, replicó un periodista de CNN. Y Trump le atestó: “Tu organización es terrible. Ustedes son fake news”.
Por definición, la noticia no puede ser falsa. Dicho de otro modo: si es falso, no es noticia. Organizaciones como la Red Internacional de Periodistas (IJNET) han rechazado el uso de este concepto debido a su imprecisión, pero también a una carga simbólica que se masificó con Trump y encontró ecos en diversos líderes mundiales.
Durante los últimos seis años, México ha tenido su propia versión del desprecio a lo fáctico en las conferencias matutinas del Ejecutivo federal: “prensa vendida”, “chayoteros”, “pasquines inmundos”, “conservadores”… La intervención de Jorge Ramos durante una mañanera fue el cénit del absurdo. “Hay una crisis de homicidios, presidente”, reclamó. “Yo tengo otros datos”, contestó Andrés Manuel López Obrador. “Estos datos son de su Gobierno, señor”, contrarreplicó el periodista.
Estos despliegues de poder ilustran un concepto más amplio: la posverdad, un fenómeno social que hace de la lógica un estorbo y privilegia las percepciones individuales por encima de la información comprobable. En la era de la posverdad, los hechos pasan a segundo plano: lo que importa es cómo me siento frente a ellos. Si para mí no existe tal cosa como el cambio climático, la violencia en las calles, la transfobia o la recesión económica, no es real. Y quien diga lo contrario está mintiendo. Son fake news.
En su manual Periodismo, “Noticias Falsas” y Desinformación (2020), la UNESCO advierte la importancia de una alfabetización mediática e informacional, es decir, que las personas aprendan a usar los medios de información a su favor. Al mismo tiempo, rechaza el concepto de fake news al catalogarlo como “un oxímoron que se presta para menoscabar la credibilidad de la información que cumple con el umbral de verificabilidad e interés público”.
Lo que las voces expertas consideran “verdaderas noticias” rehúyen de todo sesgo que nos prive de comprender cuanto ocurre a nuestro alrededor. El periodismo fundamentado busca combatir la comunicación falsa, desinformada o tendenciosa a partir de la exposición de hechos verificables. De ahí que Margaret Sullivan, de las primeras periodistas que rechazó el concepto de fake news, llamara a la “transparencia radical” en las labores informativas.
Parte del éxito de los contenidos manipulados se debe al escepticismo con el que los grandes públicos miran, escuchan y ven las noticias. Nuestra responsabilidad como profesionales de la información es reconciliarnos con las audiencias que han dejado de creer en los medios y sus voceros por un puñado de razones tan graves como legítimas: corrupción, falta de rigor, enfoques sensacionalistas, sobreoferta de contenidos y prácticas deshonestas.
Desde los medios informativos debemos dar a nuestras audiencias la capacidad de comprender la realidad, plantear las preguntas correctas y obtener respuestas satisfactorias. Una cosa es fomentar el escrutinio crítico y otra la suspicacia conspirativa. Un paso clave en este camino es desmarcarnos de las malas prácticas en la acción y en la retórica.
Entonces, ¿Cómo nos quitamos la muletilla de llamar fake news a todo aquello de lo que desconfiamos? Hay varias alternativas. La FundéuRAE propone el concepto de “noticia falseada”, ya que destaca el matiz de adulteración deliberada de la información. También existe el concepto “bulo”, de gran popularidad en España, pero muy poco difundido en México. Podemos hablar de ‘chisme’, ‘mentira’, ‘ciberanzuelo’ (clickbait) o ‘invento’, pues, en palabras de Álex Grijelmo: “La noticia, para serlo, ha de estar verificada”.
El autor, Roberto Pichardo Ramírez, es académico de la Universidad Iberoamericana Puebla.
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